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bres, la conciencia se puso a dar terribles gritos, y también dictó sentencia con palabras terminantes, tan groseras e inexactas como los nombres aquéllos. "Amor sacrílego, tentación de la carne." "¡De la carne!" Y Juan estaba seguro de no haber deseado jamás ni un beso de aquella criatura: nada de aquella carne, que más le enamoraba cuanto más se desvanecía. "¡Sofisma, sofisma!", gritaba el moralista oficial, el teólogo... y Juan se horrorizaba a sí mismo. No había más remedio. Había que confesarlo. ¡Esto era peor!

Si la plasticidad tosca, grosera, injusta con que se representaba a sí propio su sentir era ya cosa tan diferente de la verdad inefable, incalificable de su pasión, o lo que fuera, ¿cuánto más impropio, injusto, grosero, desacertado, incongruente había de ser el juicio que otros pudieran formar al oirle confesar lo que sentía, pero sin oirle sentir? Juan, confusamente, comprendía estas dificultades: que iba a ser injusto consigo mismo, que iba a alarmar excesivamente al padre espiritual... ¡No cabía explicarle la cosa bien! Buscó un compañero discreto, de experiencia. El compañero no le comprendió. Vió el pecado mayor, por lo mismo que era romántico, platónico. "Era que el diablo se disfrazaba bien; pero allí andaba el diablo."

Al oir de labios ajenos aquellas imposturas que antes se decía él a sí mismo, Juan sintió voces interiores que salían a la defensa de su idealidad herida, profanada. Ni la clase de penitencia que se le imponía, ni los consejos de higiene moral que le