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empezado por enamorarse de la belleza que entra por los ojos, y esta vocación, que le hizo pintor en un principio, le obligó después a ser naturalista, químico, fisiólogo; y de esta excursión a las profundidades de la realidad física sacó en limpio, ante todo, una especie de religión de la verdad plástica, que le hizo entregarse a la filosofía... y abandonar los pinceles. No se sintió gran maestro, no vió en sí un intérprete de esas dos grandes formas de la belleza que se llaman idealismo y realismo, no se encontró con las fuerzas de Rafael ni de Velázquez, y, suavemente y sin dolores del amor propio, se fué transformando en un pensador y en amador del arte; y fué un sabio en estética, un crítico de pintura, un profesor insigne; y después un artista de la pluma, un historiador del arte con el arte de un novelista. Y de todas estas habilidades y maestrías a que le había ido llevando la sinceridad con que seguía las voces de su vocación verdadera, los instintos de sus facultades, fué sacando sin violencia ni simonía provecho para la hacienda, cosa tan poética como la que más al mirarla como el medio necesario para tener en casa aquella dicha que tenía, aquellos amores, que, sólo en botas, le gastaban un dineral.

Al verle ir y venir, y encerrarse para trabajar, y después correr con el producto de sus encerronas a casa de quien había de pagárselo; siempre activo, siempre afable, siempre lleno de la realidad ambiente, de la vida que se le imponía con