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toda su seriedad, pero no tristeza, nadie, y menos sus amigos y su mujer y sus hijos, hubiera adivinado detrás de aquella mirada franca, serena, cariñosa, una pena, una llaga.

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Pero la había. Y no se podía hablar de ella. Primero, porque era un deber guardar aquel dolor para sí; después, porque hubiera sido inútil quejarse; sus familiares no le hubieran comprendido, y más valía así.

Cuando en presencia de D. Jorge se hablaba de los incrédulos, de los escépticos, de los poetas que cantan sus dudas, que se quejan de la musa del análisis, Arial se ponía de mal humor, y, cosa rara en él, se irritaba. Había que cambiar de conversación o se marchaba D. Jorge. "Ésos, decía, son males secretos que no tienen gracia, y en cambio entristecen a los demás y pueden contagiarse. El que no tenga fe, el que dude, el que vacile, que se aguante y calle y luche por vencer esa flaqueza." Una vez, repetía Arial en tales casos, un discípulo de San Francisco mostraba su tristeza delante del maestro, tristeza que nacía de sus escrúpulos de conciencia, del miedo de haber ofendido a Dios; y el santo le dijo: "Retiraos, hermano, y no turbéis la alegría de los demás; eso que os pasa son cuentas vuestras y de Dios: arregladlas con Él a solas."

A solas procuraba arreglar sus cuentas don Jorge, pero no le salían bien siempre, y ésta era