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tad invención suya. La mano izquierda le daba mucho que hacer y no obedecía al instinto del ciego voluntario; pero la derecha, como no exigieran de ella grandes prodigios, no se portaba mal. Mi música llamaba Arial a aquellos conciertos solitarios, música subjetiva que no podía ser agradable más que para él, que soñaba, y soñaba llorando dulcemente a solas, mientras su fantasía y su corazón seguían la corriente y el ritmo de aquella melodía suave, noble, humilde, seria y sentimental en su pobreza.

A veces tropezaban sus dedos, como con un tesoro, con frases breves, pero intensas, que recordaban, sin imitarlos, motivos de Mozart y otros maestros. Don Jorge experimentaba un pueril orgullo, del que se reía después, no con toda sinceridad. Y a veces, al sorprenderse con estas pretensiones de músico que no sabe música, se decía: "Temen que me vuelva ciego, y lo que voy a volverme es loco." A tanto llegaba ésta que él sospechaba locura, que en muchas ocasiones, mientras tocaba y en su cerebro seguía batallando con el tormento metafísico de sus dudas, de repente una melodía nueva, misteriosa, le parecía una revelación, una voz de lo explicable que le pedía llorando interpretación, traducción lógica, literaria... Si no hubiera Dios, pensaba entonces Arial, estas combinaciones de sonidos no me dirían esto; no habría este rumor como de fuente escondida bajo hierba, que me revela la frescura del ideal que puede apagar mi sed. Un pesimista ha dicho que la