que era acogida una obra que comenzaba por ser edificante, un rasgo de reflexión sana, continente.
Se consolaba de este desfallecimiento del ánimo, de esta contradicción entre sus ideas y anhelos de abnegación, de prescindencia efectiva, y la realidad de sus preocupaciones, de su vanidad herida de artista quisquilloso, pensando que la tal flaqueza era cosa de la parte baja de su ser, de centros viles del organismo que no había podido dominar todavía de modo suficiente la hegemonía del alma cerebral, del yo que reinaba desde la cabeza. Como gritan el hambre, el miedo, la lascivia en el cuerpo del asceta, del héroe, del casto, gritaba en él, a su juicio, la vanidad artística; pero el remedio estaba en despreciarla, en ahogar sus protestas.
Y lo mejor era ausentarse; salir de Madrid, de aquellas cuatro calles y de los cuatro rincones de murmuración seudoliteraria; huir, olvidar las letras de molde, vivir, en fin, de veras. Empezaba el verano, la emigración general. Se metió en el tren. ¿Adónde iba? A cualquier parte; al Norte, al mar. ¿Qué iba a hacer? No lo sabía. Dejaba a la casualidad que le prendiese el alma por donde quisiera. En una fonda de una estación, a la luz del petróleo, al amanecer, ante una mesa fría cubierta de hule, entre el ruido y el movimiento incómodos, antipáticos, de las prisas de los viajeros, vió de repente lo que iba a hacer aquel verano, si el azar lo permitía: iba a amar. Era lo