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Página:El Señor y lo demás son cuentos (1919).djvu/89

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mejor; la ilusión más ilusoria, pero, por lo mismo, más llena del encanto de la hermosa apariencia de la buena realidad. El amor era lo que mejor imitaba el mundo que debía haber. Enfrente de él, ante una gran taza de café con leche, una mujer meditaba a la orilla de aquel mar ceniciento, con los ojos pardos muy abiertos, las cejas muy pobladas, de arco de Cupido, en tirantez nerviosa, como conteniendo el peso de pensamientos que caían de la frente. No pensaba en el café, ni en el lugar donde estaba, ni en nada de cuanto tenía alrededor. Sonó fuera una campana, y la dama levantó los ojos y miró a Víctor, que se dió por enamorado, en lo que cabía, de aquella mujer, que de fijo no pensaba como un cualquiera. El marido de aquella señora la dió un suave codazo, que fué como despertarla; se levantaron, salieron, y Víctor se fué detrás. Estaba resuelto a seguir a la dama meditabunda, metiéndose en el mismo coche que ella, si era posible, por lo menos en el mismo tren, aunque no fuera el suyo y tuviera que dejar en otra línea el equipaje y los enseres de primera necesidad que llevaba más cerca. Por fortuna, la dama viajaba en el mismo tren en que Víctor venía, en un coche contiguo al suyo. Cano tomó sus bártulos, cambió de departamento, y entró, con gran serenidad, donde el matrimonio desconocido. Nadie notó el cambio ni la persecución iniciada. A pesar del naciente amor, Víctor se durmió un poco, porque la madrugada le sumía siempre en un sopor de muerte. Mil veces se lo