dijera él lo que quisiera, parecía hablar de inteligencia de dentro:
—En este departamento está prohibido fumar...
—¡Ah! ¡No había visto!...
—Sí; pero fume usted lo que quiera, porque mi marido en cuanto despierte no hará otra cosa en todo el día.
—¡Ah, no importa, yo no debo!...
La dama, dulcemente seria, con una mirada tan sincera por lo menos como la literatura de última hora de Víctor, replicó:
—Le aseguro a usted que el tabaco no me molesta absolutamente nada; fume usted lo que quiera.
Y volvió a la lectura.
Víctor se vió más humillado que antes y sin saber qué haría de aquella licencia que se le había otorgado, y que probablemente sería la última contravención al orden social a que le autorizaría aquella dama de la novela, o lo que fuese.
Cuando despertó el señor Carrasco, el digno esposo de la desconocida, la conversación prendió fuego más fácilmente; fumaron los dos españoles, y la señora de cuando en cuando dejaba la lectura y terciaba en el diálogo.
En cuanto supo Víctor que el distinguido académico de la Historia, señor Carrasco, y su esposa iban a baños a un puerto muy animado y pintoresco del Norte, dió una palmada de satisfacción, aplaudiendo la feliz casualidad de ir todos con igual destino; él también iba a veranear aquel año en Z... En efecto, en cuanto tuvo ocasión arregló en