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envenena un puñal, en la prosa de acero de su penúltimo libro. Según estas ideas, había moral, claro que sí; el positivismo y sus consecuencias éticas eran groserías horrorosas; el cristianismo tenía razón a la larga y en conjunto...; pero la moral era relativa, a saber: no había preceptos generales, abstractos, sino en corto número; lo más de la moral tenía que ser casuístico (y aquí una defensa del jesuitismo, aunque condicional, un panegírico de Ignacio de Loyola y del Talmud). Los espíritus grandes, escogidos, no necesitaban los mismos preceptos que el vulgo materialista y grosero; demasiado aborrecía la carne el alma enferma de idealidad; lejos de hacérsela odiosa, como un peligro, se la debía inclinar a transigir con ella, con la carne, mediante los cosméticos del arte, mediante el dogma de la santa alegría. En el mundo estaba el amor, la redención perpetua; el amor verdadero, que era cosa para muy pocos; cuando dos almas capaces de comprenderlo y sentirlo se encontraban, la ley era armarse, por encima de obstáculos del orden civil, buenos, en general, para contener las pasiones de la muchedumbre, pero inútiles, perniciosos, ridículos, tratándose de quien no había de llevar tan santa cosa como es la pasión única, animadora, por el camino de la torpeza y la lascivia... Por ahí adelante, y además por aquellos trigos de Dios (y si no trigos, maizales y bosques de pinos), llevaba Víctor a Cristina, que oía y meditaba, y no sospechaba, o fingía no sospechar, lo que venía detrás de tales lecciones.