esmaltadas del insecto son igualmente verdes, dominando el azul turquí en su cabeza y en toda la parte inferior de su cuerpo. Los élitros estriados del éntimo, multiplicando en sus relieves y nacelas las refracciones de la luz, hacen estincilar en todas direcciones su ropaje de esmeraldas y zafiros, todo salpicado de chispas de oro.
El reposo, la apacibilidad, la inocencia del éntimo platense cautivan a la par de su belleza. No huye de la mano que lo aprisiona; no hace el menor esfuerzo para evadirse, ni tiene armas para su defensa; su único ardid al verse en peligro, es dejarse caer al suelo y hacer la mortecina. Apacible, silencioso, pausado en sus movimientos, parece un ser apenas animado: no es sino una alhaja, dotada de un tenue aliento vital, lo indispensable para su conservación y procreo; una alhaja que parece brindarse a la tímida y delicada mano de la beldad, para que confiadamente la coloque entre sus más lindas preseas, como lo practican las Brasileñas con el éntimo imperial haciéndolo engastar en aros y prendedores. El éntimo platense nos recuerda también la mansedumbre e inocuidad de los cocuyos o tucus, con que las jóvenes Argentinas y las Peruanas suelen realzar su tocado y su hermosura en los saraos y paseos nocturnos, adornándose con estos insectos luminosos, que cual si fuesen joyas de diamantes refulgentes, dan en cierto modo realidad al fabuloso carbunclo.
El cocuyo o linterna es indígena de la América muy diferente del insecto fosforescente conocido en ambos mundos con los nombres de lampiro, luciérnaga, luciola, marmóa y bicho de luz. Nuestro cocuyo es el piróforo descripto por Mr.