alma, la predisponen para los goces intelectuales, aumenta la ilusión de los cuadros poéticos, la viveza de las patéticas escenas, y dan realidad a los idilios más encantadores, realzando de este modo los placeres de la meditación y la lectura.
Todo se anima y se hermosea al tibio aliento de la primavera que va de prado en monte desplegando las formas de la belleza, risueñas precursoras de la fecundidad y el deleite, que al paso que encantan nuestros ojos, electrizan nuestros pechos hinchéndolos de tierna expansión y de alborozo.
Al suave calor de las auras se enciende y aviva la llama de aquella afección que todo lo sensible abriga. Manifiéstanlo los peces que en tumulto se precipitan buscando las aguas tranquilas donde las algas preparan su venturoso tálamo; las aves que se afanan en la artificiosa construcción de sus nidos, entonando cada amante el alegre epitalamio de su unión dichosa; y las mismas flores cuya fragancia y brillantez revelan el secreto de su sexual consorcio.
Entonces, todo cuanto nos rodea irradia el atractivo de las gracias y el embelezo de la belleza. El monótono rumor de las aguas y el silbo de los bosques, son blandos arrullos que adormecen nuestro espíritu; en el meandro umbroso de las selvas hallamos indecibles armonías de formas y colores, que arrebatan nuestra vista; aun en las voces desacordes con que significan su gozo las vivientes, percibimos melodías inexplicables que regalan el oído e inflaman el corazón.
¿Será que ciertas manifestaciones de la naturaleza nos atraigan, menos por su conformidad con las leyes eternas de lo bello, que como una elocuente enunciación del contento, de la dicha, de