la felicidad; de esa aspiración vehemente del corazón humano? A los oídos del campesino no hay música más grata que los balidos del rebaño cuyos vellones simbolizan su ventura y su tesoro; o bien, el nmgir de los bueyes que van a abrir los surcos para sus mieses.
Cuando el labrador contempla en la era realizadas las esperanzas del año, ¿qué cuadro de Rafael o del Ticiano será a sus ojos tan bello como aquél montón de trigo? Y sin duda que por eso en la poesía pastoral de los tiempos bíblicos esas rústicas escenas ofrecían los símiles más propios para expresar los alicientes de la voluptuosidad, y ponderar los atractivos de la bella Sulamita.
Así también cuando en una hermosa mañana de primavera contemplamos el espléndido manto de lozano verdor, matizado de tanta variedad de flores que anuncian ópimos frutos, y las nacientes sementeras que al tenor de sus brotes hacen retoñar las esperanzas del sembrador; cuando presenciamos los amores y los goces de toda la creación; cuando todo anuncia días serenos, tranquilos y abundosos, entonces no se ven sino escenas placenteras en los ríos, en los lagos, en los bosques y en los prados; no se oyen sino himnos armoniosos, aunque confundan su rústico canto mil aves bulliciosas con las notas melodiosas del cardenal, la calandria y el jilguero, o con los melífluos acentos del cantor innominado. Así los vocingleros piriríes suelen también contribuir a nuestra alegría, atronando el bosque con sus gritos descompasados, cuando los ardientes rayos del sol de mediodía han impuesto el silencio a las demás aves. Parados sobre la copa de un árbol, dando todos la espalda al astro refulgente, entonan su invariable canto, que consiste en repetir