ó del todo diferentes de lo que antes eran, por causa de la separación ó mudanza del sitio; ó también que la misma superficie parezca que ha aumentado ó disminuido su color. Todas estas cosas las medimos y discurrimos con la escuadra; y el modo de hacer la operación con ella lo explicaremos ahora. Es sentencia de los Filósofos que las superficies se han de examinar por medio de ciertos rayos, ministros de la vista, á quienes se llama visuales: esto es, que estos rayos llevan la imagen del objeto á la fantasía. Estos mismos rayos que van desde la superficie á la vista con una prontitud y sutileza admirable que por naturaleza tienen, se propagan con mucha claridad, guiados de la luz, y penetrando el aire y demás cuerpos rarefactos y diáfanos, hasta que encuentran con algún cuerpo denso y no muy oscuro, en donde hieren y se detienen. Entre los antiguos se disputó mucho si estos rayos salian de los ojos ó de la superficie que se miraba; pero esta contienda tan escabrosa, como no necesaria para nosotros, la omitiremos. Y así imaginaremos á estos rayos como unos hilos sutilísimos, que afirmados por el un cabo en el objeto van en derechura al ojo, en cuyo centro se forma la visión. Aqui están amontonados, y propagándose luego á larga distancia, siempre en línea recta, se dirigen á la superficie que se les pone delante. Entre estos rayos hay alguna diferencia, que es forzoso saber, porque son diversos en la fuerza y en el oficio: unos hiriendo el dintorno de la superficie, comprenden toda su cualidad; y como van volando de modo que apenas tocan las partes extremas de la superficie, los llamaremos rayos extremos. Véase la Lámina II, y adviértase que esta superficie se demuestra de cara para que se puedan ver los cuatro rayos extremos que se dirigen á los cuatro puntos principales y últimos de ella.
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