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EL CASAMIENTO DE LAUCHA

Y estos lloriqueos y rezongos fueron empeorando, empeorando. La gringa echó un genio de la gran perra. Se me quería imponer y teníamos un sin fin de peloteras, pero ¡qué había de poder conmigo, ni qué se iba á poner mis pantalones, que tengo tan bien puestos!... ¡A cada zafarrancho, yo, de gusto, lo hacía peor, cataba una mona, y el vino de reserva era el que pagaba el pato!

Por consejo de un amigóte, y aunque rabiara la gringa, hice arreglar bien el camino real, en el retazo que estaba frente á La Polvadera, que quedó parejito como un billar. Y ahí no más armé carreras los domingos, también con permiso del comisario Barraba, que sabía á veces presentarse a cobrar la coima en persona, para que no hubiese barullo, ni peleas—decía.

¡Vieran qué lindas farras! Los paisanos caían que era un gusto, y el beberaje y el fandango duraban desde la mañana hasta