creído que era el cuarto más tranquilo, y á no ser por los armarios brillantes llenos de botes y redomas, el lugar más vulgar de Londres aquella noche.
Precisamente en medio de la habitación yacía el cuerpo de un hombre cuyas contorsiones se veían aún. Acercáronse en puntillas, pusiéronlo boca arriba, y reconocieron el rostro de Eduardo Hyde. Estaba vestido con ropas demasiado grandes para él; ropas que correspondían á la corpulencia del doctor; las fibras de su rostro se movían todavía con una semejanza de vida, pero la vida se había separado del hombre; el frasco roto que tenía en las manos, y el fuerte olor de almendras esparcido por el aire, probaron á Utterson que tenía delante de sí el cuerpo de un suicida.
—Hemos llegado tarde—dijo con dureza—tanto para salvar como para castigar. Hyde ha pagado su deuda, y sólo nos queda que buscar el cuerpo de vuestro amo.
La mayor parte del edificio se hallaba