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El DR. JEKYLL.

la noche, tomó un carruaje cerrado y se paseó de un lado á otro por la ciudad. Él, digo—no me es posible decir yo—ese hijo del infierno no tenía nada de humano; nada vivía en él fuera del temor y el odio. Cuando en fin, creyó que el cochero iba á empezar á desconfiar, bajó del coche y se aventuró á pie, con su traje desproporcionado para su estatura, y propio para atraer sobre él la atención de los transeúntes nocturnos. Sus dos bajas pasiones, el miedo y la rabia, hervían en él furiosas. No cesó de andar, perseguido por sus temores, gruñendo en su interior, ocultándose en los parajes menos frecuentados y contando los minutos que le separaban aún de la media noche. En cierto instante creo que le habló una mujer, para ofrecerle una caja de fósforos. Pególe en el rostro, y huyó.

Cuando llegué á casa de Lanyón, el horror que experimentó mi antiguo amigo me causó quizá alguna impresión; pero no lo aseguro, pues en todo caso fué sólo una gota más en el océano de horrores que ha-