irritado aún—¿qué crimen? ¿qué queréis decir con eso?
—No me atrevo á decirlo, señor, pero ¿queréis venir conmigo y verlo vos mismo?
Por toda contestación, Utterson se puso en pie, tomó su sombrero y una capa de abrigo, y notó con sorpresa el rostro del criado, quien le pareció como aligerado de un gran peso; observó también, con no menor sorpresa, que el vino no había sido tocado.
La noche era fría, noche propia del mes de marzo; la luna estaba pálida y en su último cuarto, como si el viento la hubiese volcado; algunas nubes rápidas y diáfanas corrían por el cielo. El viento furioso impedía hablar y cruzaba la cara; había, además, ahuyentado á los transeúntes y limpiado las calles de gente. Decía Utterson que no había visto nunca tan desierto aquel barrio de Londres, y no era precisamente lo que hubiera deseado en su interior; jamás durante toda su vida había sentido un deseo tan vivo de ver y tocar á