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Edmundo Montagne

do el silencio habitual del salón.

¡No lo han de tener más esos señores! ¡No lo verán más!

¡Vengo a retirarlo! proclamaba refiriéndose a los miembros del jurado y al cuadro.

Sentí el grito de sorpresa de la escritora viniendo hacia doña Concepción. También comprendía aquello. Las gentes se volvían a la anciana y reconocían a la viejecita del retrato; sólo que en vez de plácida estaba irritada, movía terca la cabeza, levantaba desconsoladamente los brazos sarmentosos.

—¡No señor, no señor; me lo han de devolver hoy mismo! No es mío acaso? ¡Hoy mismo, esos señores! repetía con un retintín de censura gracioso aún para mí que estaba colmado de profundo pesar.

Atiné a recordar que el secretario de la Comisión era amigo mío; pensé que llevándola hasta él al través de las salas deslumbrantes de lujo artístico se calmaría, impresionada en su sencillez.

Le ofrecí el brazo. La anciana temblaba mucho.

Vamos a ver a esos señores, doña Concepción...

Pero ella no amainaba así como así. Era evidente que ese loco de Daniel Liraico le había comunicado su batallosa indignación.

La escritora se quedó explicando aquel acto ingenuo y magnífico. En medio del público cada vez más numeroso, su explicación se multiplicó en co-