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Edmundo Montagne

¡Qué diablillos!—dice.

Don León siente que lo irremediable le estruja y aprieta, allá en el fondo del pecho, su tierno sentir de abuelo. Pero, no! ¿Qué cosa nueva vienen clamoreando los niños? ¿Qué candoroso, desbordante alegrón les hace saltar dentro del manomóvil?

— Mamá, mamá! Míranos, mamá!—llegan gritando enloquecidos.

Don León vuélvese y ve tras él a Lucila que recibe el paquete de manos del hombre y lo abre al tiempo preciso que se detiene el cochecito.

¡Los juguetes de los Reyes !—exclama Ricardo, viendo a Maruja apoderarse de un necesario lleno de brillantes útiles de costura y a Lina de una muñeca muy rubia de ojos azules en alegre asombro.

—¿Y a mí? ¿y a mí?—ruge desesperadamente el varón.

¡Vaya! ¿Tú quieres más todavía? ¿ No tienes el "automóvil?" — Para mí! ¡Vivaaaa!

¡Qué baraúnda entonces! Maruja sube también al carro del no soñado triunfo.

Don León, que ha inquirido a Lucila con sus ojos húmedos tras las herrumbrosas gafas, sabe que en la alcancía de barro, que estaba en el fondo del ropero, halló su nuera, parece mentira, veintisiete pesos en moneditas. De ahí el milagro, debido a una exageración del maternal afecto.

—¡Contempla, contempla! indica Lucila al