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UNA MAZAMORRA

YA

A que ese era el deseo de su nieto Juan, tendría hecha para luego la mazamorra.

Así pensaba la vieja doña Paula.

Junto a la puerta de su pieza soplaba y más soplaba los carbones del brasero, difícil de reconocer desde que a raíz de un memorable derrengamiento, fué enfundada en una lata de kerosene.

Chicuelos de caras sucias y ropas desencontradas correteaban en el patio, gimoteando unos, gritando alegres los más.

—No sé qué tiene este carbón...—barbotaba la vieja, dejando caer la pantalla, tan cambiada de su primitiva forma como el brasero.

Y después de arreglar por quinta o sexta vez los carbones en montículo sobre el trapo engrasado, que no humeaba siquiera, volvía con furia a una tarea de encender el fuego, y soplaba y resoplaba, hasta que un nuevo cansancio entorpecía el ir y venir de su diestra, haciendo que la pantalla chocase en los bordes del brasero y el alma de la vieja en las asperezas del malhumor. Acercaba entonces