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Edmundo Montagne

doña Paula al carbón el aguileño rostro, arrugado y obscuro como una pasa de higo, y, haciendo fuelle de los octogenarios pulmones ensayaba una acérrima competencia al escaso ventear de la pantalla.

Pero el aire de sus adentros, antes de dirigirse según su intención, se entretenía demasiado en jugarretas con un único diente bailarín, y luego salía burlándose por la rendija que en tiempos intornables era el par de rojos y codiciados labios de "la buena moza del Bajo".

¡Parece cosa del diablo!—rugió la vieja, y se decidió a restar en las economías de la casa, antes que proseguir con los medios usados.

Allá, en el fondo del cuarto, en el rincón que formaba la cómoda y la mesaa de noche, una botella guardaba religiosamente todo un real litro de kerosene. La vieja se dirigió allá al compás de sus chancletas, que usaba a medio calzar con esa elegancia del descuido de que tanto se envanecen las de copete.

Vuelta a su brasero, hizo chillar el corcho con algo de perversa voluptuosidad, y, después de rociar de lo lindo los carbones, prendió un fósforo y lo acercó. Un fuego de serpeante y loco llamear brotó de repente, iluminando el rostro satisfecho de la vieja, quien se volvió chancleteando más fuerte y botella en mano a su habitación, donde en un ángulo penumbroso, tras de la puerta, yacía sobre el lavatorio la olla en que el maíz había estado remojándose toda la noche.