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El cerco de pitas

—Carmelo se cayó encima.

—¡Ah, perro! ¡Si había de ser él!

Y diciendo esto, doña Paula se lanzó al patio, colérica, pronta a quién sabe qué, cuando vio que la gringa Mariana se aprontaba a abalanzarse sobre ella con ademán de quererla estrangular.

Y, efectivamente, ya la tenía tomada del nudo que sujetaba el pañuelo, cuando, gracias al comedimiento de algunos hombres, se vió libre de la energúmena.

—¡La maso, io la maso!

bresarugía roja la cala— 63 —Pero ¡qué hay, Dios bendito! ¡Qué hay!—requería espantada doña Paula.

De pronto, haciéndose fuerte, desentendióse del engorro del gentío para recoger su olla, cuyo humeante y blanquísimo contenido se extendía en dos anchos metros del suelo, cuando alguien le indicó que mirara a Carmelo, a quien un zapatero sostenía en brazos.

El muchacho tenía la cara horriblemente des figurada bajo una careta de amoratadas y monstruosas ampollas. Gritaba como no lo había hecho nunca.

—¡Cuesta cá, cuesta cá, e la porca! — gruñía doña Mariana, libre al fin, pero sofocada casi, indicando al sargento de policía la vieja Paula, quien, más lastimada que nadie y elevando al cielo las manos, exclamaba:

Que lo diga Dios, señor sargento, si yo tengo culpa alguna!

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