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Edmundo Montagne

y dejando escapar con arte, a pesar de sus años, una que otra pareja de spirales por las fosas de su corva nariz, comenzó a revolver la mazamorra mientras su pensamiento se iba distrayendo rumbo a sus juveniles años de gloria que transcurrieron allá en los buenos tiempos de Juan Manuel. De estos recuerdos del pasado la sacaba difícilmente tal o cual escena del patio: un ambulante que entraba pregonando fantásticas barataijas; el "buen día" de un desconocido; el perro de "la del Fondo", que atropellaba ladrando a todo prójimo... Lo más eficaz para destemplarla era el pasar lento de la voluminosa doña Mariana, la cual jamás olvidaba de arrojar sobre ella su mirada—mordisco.

Revolvía la mazamorra, para lo cual empleaba un palote de higuera recién cortado.

¡Linda había de salirle!

A las dos horas largas, cercano el medio día, hubo de aprontar el "churrasco" para Juan. Dejó la vieja el "pucho" sobre el umbral, empuñó por larga vez el palote, abandonó la olla y se fué hacia la puerta.

Mas, llegada a la vereda y apenas puesta la mano sobre sus ojos a manera de visera, oyó un estruendo proveniente del patio, y un estremecimiento estrujoso y rudo le sacudió el corazón: no se atrevia a entrar.

Nicolín, el rubiecito amigo de doña Paula, fué hacia ésta y la desesperó con la noticia:

—¡La mazamorra volcada!—repitió la vieja.