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Edmundo Montagne

balcón ya le hubiese proporcionado un regodeante fresco.

—¡Vaya: servido el té!

prorrumpe al rato tía, aunque no lo ha servido, pero para que nos alleguemos a la mesa.

Lo hace tío, y luego yo. En tanto Luisa, que aun no se percata de nada, se ha apoderado de la mecedora, y en un loco ir y venir se balancea.

—¡Ay, qué lindo, tío! ¡qué fresco! Aquí, en el balcón ¡qué felicidad la suya!

Tío mira a Luisa con expresión de mordiente odio.

Tía, casi simultáneamente, dejando la tetera, va en auxilio de Luisa.

—¡Oh, qué cosa! — exclama incorporándose afligida mi hermana, mirándose la blanca bata manchada y luego el balcón, donde, en chorro intermitente, cae agua sucia de tierra sobre la hamacarefiere tía condolida en verdad yo que hacía un rato aseguraba a Casiano que ya no regaban más las plantas a esta hora, los del tercero!

Y yo Y entonces, al ir a consolar a Luisa, como lo hago, y mientras se limpia ella la bata con una toalla, cuando el santo varón casero de mi tío recobra de una sola vez su mayor felicidad perdida. Desde la última pieza lo veo, cuan grande es, puesto de pie, saltar y agitar las manazas flojas, pretendiendo hacer chasquear los dedos, como un nene enorme festejando una travesura. Le brillan chisporroteantes los ojos. Y de la boca abierta le sale la risa sin