acento y un abrir desmesurado de ojos tan inocentes, que casi me arranca de mi atrincheramiento tristón, provocándome una risotada como un cañonazo.
Saco mi cortaplumas y me pongo a limpiar las uñas, recurso de confianza al que apelo, hace diez años, en mis visitas a tía, y del cual no había echado manos antes debido a las circunstancias referidas.
Animosa de pronto, tía mueve su mole, tratando de allanar dificultades de seres mal avenidos, expresando que va a la cocina a hacer que preparen té para cuatro.
Y henos ahí ante el altar.
No nos atrevemos a mirar más que de reojo, o con miradas raudas como aletazos de golondrina, esas artísticas y bien olientes masas multicolores puestas en montículo, y a las que comienza a aureolar, ¡ execrable herejía!, un enjambre de socarronas y vagabundas moscas.
—¡Espléndida tarde! — susurro.
Luisa espeta una conferencia vertiginosa sobre el día radiante y el gentío bullente.
—¡Uh!
contesta tío, pasándose el pañuelo por su rostro de queso de bola que mana agua como un porrón de barro.
—De fijo, hace calor — arriesgo otra vez yo.
Pero bien sabe tío, pues lo dice con otro "¡uh!", que sin duda es por el sofocón reconcentrado que le causamos. A no ser eso, el airecito de su adorable