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Edmundo Montagne

y allá leves indicios de que la viuda preparaba mate y comía bizcochuelos como sin duda en los tiempos en que él vivía.

Y esta sería la hora en que yo seguiría viviendo allí, si no es que una tarde llaman a mi puerta, acudo y, con la dulce sonrisa del finado, me sonríe detrás de su velo riguroso la viuda de los domingos.

Venía tocada con una gorrita de crespón y vestía ropas de mejor calidad.

La hice entrar y se explicó. Ella no podía vivir sino en aquel departamento. Hacía mes y medio que tenía a su cargo la caja de un almacén inglés. Ganaba lo suficiente para poder recuperar el lugar de su dicha. Todo dependía de mí.

Decir que le cedí la casa con placer, sería mentir.

Así se lo manifesté a ella.

—Usted comprende, señora? ¡Yo me había hecho tan amigo de él!...

Cuando esto le dije, me pareció que aumentaba prodigiosamente su felicidad.

Me rogó, por lo tanto, que no abandonase la casa del todo.

Y la obedecí.

Visito de tarde en tarde a la viuda. Y a medida que el tiempo pasa, la hallo más bella, más tranquila, más dichosa; suele hablarme de "él" como si él estuviese escuchando nuestra conversación; y sobre todo jamás decae ese maravilloso fulgor de otros mundos que irradia su pálida belleza.