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El cerco de pitas

en mi mente. Mi departamento no era mío, era de ellos. ¿Debía yo seguir habitándolo? ¿Es que acaso hubiera podido? Momento por momento me hacía esta pregunta con la respuesta egoísta, llena de satisfacción, de tener en todo eso motivos sobrados para abandonar una casa que me había sido fatal, y que constituía el colmo de la dicha para aquella mujer que sabía amar tanto. Y cuando llegaba a esta conclusión proponíame, en castigo de mi cobardía y como obra de bien, continuar habitándola, pues otro que no fuera yo probablemente no prestaría a la pobre viuda el lugar de su dicha.

Pero, ¿ cómo avenirme a convivir con el difunto?

Aquella primera noche fué para mí la más agitada. Debo reconocer que la agitación era obra exclusivamente mía, sugestión de mis miedos. En vano pensaba lo que otras veces, al cruzar un cementerio a deshoras, y es que no se debe temer a los muertos sino a los vivos.

Mas cuando estuve en la cama me fui tranquilizando, porque creí ver, digo mal, ví al esposo de la viuda, el cual, con una expresión más bondadosa que de costumbre, me sonreía.

La sombra llegó a serme propicia. No sé qué poder atribuirle. La casa concluyó haciéndoseme soportable, hasta grata.

Salía todos los domingos y no regresaba hasta medianoche. Ya a lo último entraba con serenidad, naturalmente, y complacíame en ver las dos sillas junto a la ventana, una enfrente de otra, y aquí