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Edmundo Montagne

Leiva, cuando la anciana madre del bien dispuesto rogó a su esposo, antiguo y modesto hacendado de Las Conchas, que impidiese esa partida.

¡Con Zenón serán tres los hijos que Leiva nos robe!—exclamaba llorosa la anciana.

El antiguo poblador, que nunca se había opuesto a que sus hijos peleasen a su gusto, accedió esta vez a la súplica de la atribulada madre.

—Vaya, Zenón, a la isla del padrino. Allí quede entretenido en carpir la huerta o en lo que quiera. ¡No hay que hacerle! Su madre no los ha echao al mundo para irlos perdiendo así como nada.

Zenón protestaba apenas, pues sabía respetar al padre. Y como éste comprendiera que el mozo temía pasar por flojo a juicio del gauchaje, agregó:

¡No se atreva a pensar eso, amigo! Nadie tuvo ni tendrá por maulas a los hijos de Sofanor.

Y el viejo, sin decir más, apretó la cincha a su ruano y esperó que Zenón montase.

Zenón fué a dar un beso a la anciana que rezaba trémula y agradecida a Dios.

Al rato, padre e hijo iban silenciosos hasta la costa, donde Zenón se apeó, dejó sus riendas y rebenque en manos de don Senafor, y éste, sin desmontar, vió cómo el hijo desamarraba la canoa, echaba la soga arrollada dentro y empujaba los remos.