dictadura con tan poco motivo como en otro tiempo la habían prodigado. Fácil era de ver que sus temores carecian de fundamento; que la debilidad de la capital constituia entonces su seguridad contra los magistrados que tenia en su seno; que podia un dictador en ciertos casos defender la libertad pública sin poder atentar á ella; y que las cadenas de Roma no se fabricarian dentro de la misma Roma, sino en sus ejércitos. La débil resistencia, que Mario hizo á Sila y Pompeyo á Cesar, demostró claramente lo que se podia esperar de la autoridad de la ciudad contra la fuerza esterior.
Este error les hizo cometer grandes faltas: una de estas fué, por ejemplo, la de no haber nombrado un dictador en la causa de Catilina; porque, como si solo se hubiese tratado de la ciudad y cuando mas de alguna provincia de Italia, con la autoridad ilimitada que las leyes daban al dictador, hubiera este disipado facilmente la conjuracion, que solo se frustró por un concurso de dichosas casualidades que la prudencia humana jamás debia esperar.
En vez de esto, se contentó el senado con entregar todo su poder á los cónsules: de lo que resultó que Ciceron, para obrar eficazmente, se vió precisado á traspasar este poder en un punto capital; y si bien los primeros arrebatos de alegría hicieron que se aprobára su conducta, con justicia se le pidió mas tarde cuenta de la sangre de los ciudadanos