algo; pero no sabía con precisión lo que deseaba... —Es posible, Alena Ivanovna, que venga pronto con otra cosa... Una cigarrera... de plata... muy bonita... en cuanto me la devuelva un amigo a quien se la he prestado.
Dijo estas palabras con manifiesto embarazo.
—Pues bien, entonces hablaremos.
—Adiós... ¿Sigue usted viviendo sola, sin que su hermana le haga compañía? —preguntó con el tono más indiferente que le fué posible en el momento en que entraba en la antesala.
—¿Y qué le importa a usted mi hermana?
—Es verdad, se lo preguntaba a usted por decir algo... Adiós, Alena Ivanovna.
Raskolnikoff salió muy alterado: al bajar la escalera se detuvo muchas veces como rendido por sus emociones.
«¡Dios mío, cómo subleva el corazón todo esto! —exclamó cuando llegó a la calle—. ¡Es posible, es posible que yo...!
No, es una tontería, un absurdo —añadió resueltamente—. ¿Y ha podido ocurrírseme tan espantosa idea? ¿He de ser yo capaz de tal infamia? ¡Esto es odioso, innoble, repugnante!... ¿Y por espacio de un mes entero yo...?»
Para expresar la agitación que sentía, eran impotentes las exclamaciones y palabras. La sensación de inmenso disgusto que comenzó a oprimirle poco antes cuando se encaminaba a casa de la vieja, alcanzaba ahora intensidad tan grande que el joven no sabía cómo substraerse a semejante suplicio... Caminaba por la acera como un borracho, sin reparar en los transeúntes y tropezándose con ellos. En la calle siguiente volvió a recobrar ánimos y, mirando en torno suyo, advirtió que estaba cerca de una taberna; una escalera situada al nivel de la acera daba entrada a la cueva del establecimiento. Raskolnikoff vio salir en aquel instante a dos borrachos que se apoyaban el uno en el otro, injuriándose recíprocamente.
Vaciló el joven un instante, y después bajó la escalera. Nunca había entrado en una taberna; pero en aquel momento sentía vahídos, le atormentaba ardiente sed. Tenía ganas de beber cerveza fresca, y atribuía su debilidad a lo vacío de estómago. Después de sentarse en un rincón, sombrío y sucio, ante una mesita mugrienta, pidió cerveza y bebió el primer vaso con avidez.
Al punto sintió un gran alivio y se esclarecieron sus ideas.
«Todo esto es absurdo—se dijo ya confortado—. No había motivo para turbarse. ¡Es sencillamente efecto de un mal físico; con un vaso de cerveza y un bizcocho habría recobrado la fuerza de mi inteligencia, la precisión de mis ideas, e vigor de mis resoluciones! ¡Oh, qué insignificante es todo ello!
A pesar de tan desdeñosa conclusión estaba contento, como si se viese libre de un peso enorme, y dirigía miradas amistosas a las personas presentes. Pero al mismo tiempo sospechó que fuese ficticio aquel retorno a la energía.
Quedaba muy poca gente en la taberna; después de los dos borrachos, salió una banda de cinco músicos, y el establecimiento quedó silencioso; no había en él más que tres personas: un individuo algo ebrio, cuyo exterior indicaba un hombre de la clase media, estaba sentado delante de una botella de cerveza. Cerca de él, tendido en el banco, dormitaba un sujeto alto y grueso, de barba blanca, vestido con un largo levitón, y en completo estado de embriaguez.
De cuando en cuando parecía despertarse bruscamente; se ponía a hacer sonar los dedos, apartando los brazos y moviendo rápidamente el busto, sin levantarse del banco sobre el cual estaba echado. Tales gestos y ademanes servían de acompañamiento a una canción necia, de la que el hombre se esforzaba para recordar los versos:
yo he acariciado.
Du-ran-te un a-ño en-te-ro
yo he a-ca-ri-cia-do
a mi mujer.
O esta otra:
En la Podiatcheshaïa.