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ka" con el tabaco. La nieve derretida había dejado huellas en su rostro y en su espalda.

Su mujer creía que estaba dormido; pero no dormía. Pensaba en el zorro. Había llegado a convencerse de que el animal se hallaba en la trampa; hasta se figuraba que lo veía, cogido por la tenaza, arañando la nieve con sus uñas y tratando de escaparse. Veía la piel amarillenta, iluminada por la luna, y los ojos de la bestia atrapada.

No pudo resistir a la tentación de ir a coger el zorro, y se levantó. ¿Cómo? ¿Su mujer no le deja marchar? ¿Lo coge por el cuello con sus manos fuertes y lo arroja de nuevo sobre la cama? No; en el trineo, camino del bosque, vuela sobre la nieve endurecida. La aldea ha quedado atrás, lejos. Oye la voz grave de la campana de la iglesia.

Ve en el horizonte las siluetas negras de los yakuts, que, montados en sus caballos, se dirigen la aldea.

La luna había descendido. En el cielo, muy alta, estaba suspendida una nubecita blanca, que en un momento se ensanchó y se desgarró. A los dos lados del camino se veían pequeños matorrales; un poco más lejos, colinas. Cuanto más avanzaba Makar, más altos se hacían los árboles. La "taiga" se acercaba, silenciosa, llena de misterios. Los árboles brillaban bajo el rocío plateado. La luz suave de la luna, pasando a través de sus ramas, ponía claridad en los calveros y en los cadáveres gigantescos de los troncos cubiertos de nieve.

Todo era allí sombrío, misterioso y taciturno.