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calvero. La pequeña senda terminaba en una trampa. Algunos pasos más, y Makar podía apuderarse del zorro. Pero de repente vió en el camino la forma de un hombre. Era Alechska. Makar lo reconoció en seguida, por su figura de oso.

Makar estaba lleno de cólera; aquella trampa le pertenecía y Alechska no tenía derecho a tocarla. Verdad es que, algunos minutos antes, él mismo estaba examinando las trampas que pertenecían a Alechska, pero aquello era otra cosa muy distinta. Antes tenía miedo de que le cogieran, y ahora era él quien quería coger al ladrón.

Corrió hacia la trampa. Un zorro se encontraba en ella, con la pata en las tenazas. Alechska corría también hacia la trampa por el otro lado.

El zorro sería para el que llegara primero.

Llegaron, por fin, a la trampa. Se veía la piel rojiza del zorro. Arañaba con sus uñas la nieve y miraba con sus ojos penetrantes.

—¡No le toques! ¡Es mío!—gritó Makar.

—Mío!—repitió como un eco Alechska.

Los dos se pusieron a levantar la trampa. El zorro, libre, dió un salto, se detuvo un instante, miró burlonamente a los dos hombres, lamió su herida y, moviendo suavemente la cola, huyó.

Alechska quiso lanzarse tras el animal, pero Makar lo agarró de la pelliza.

No, es para mí!—gritó, y echó a correr tras el zorro.

—Para mí!—gritó de nuevo, como un eco,