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zar al tártaro, que iba a caballo. Pero el tártaro, al ver a Makar a pocos pasos, se detuvo en seguida. Makar se puso a gritar:

—¡Ladrón! ¡Vamos al puesto de Policía! Ese es mi caballo, el mío; le reconozco por su oreja desgarrada... ¡Qué bribón! Se pasea tranquilamente en mi caballo, mientras que yo me veo obligado a caminar a pie, como un mendigo...

—Oye—respondió el otro—, no vale la pena de molestar a la Policía. ¿Afirmas que este caballo es tuyo? Pues bien, cógele. ¡Cochino animal! Cinco años hará que voy montado en él, y, sin embargo, no me muevo del sitio. Los peatones van más a prisa que yo. Esto es una vergüenza para un buen tártaro...

Iba ya a descender del caballo; pero en aquel momento llegó el viejo pope corriendo, sofocado, y cogió a Makar de la mano.

—¿Qué vas a hacer, desgraciado? ¿No ves que el tártaro te quiere engañar?

—Y tanto que me engaña!—gritó Makar indignado. El caballo era muy bueno; me querían dar por él cuarenta rublos... Si no es bueno ya, la culpá es tuya. Lo mataré para carne, y tú vas a pa garme mis cuarenta rublos. ¡Yo sabré defender mi derecho hasta contra los tártaros!...

Gritaba mucho, de propósito, para reunir gente a su alrededor, pues estaba acostumbrado a tener en poco a los tártaros. Pero el pope Ivan le detuvo.

—Cállate, Makar! Te olvidas siempre de que