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son dulces; sus almas, puras; pero tú... Mira cómo eres...

Todas las miradas se volvieron hacia Makar, y éste se rindió avergonzado. Bien sabía que sus ojos eran sombríos, su cara obscura, sus cabellos marañas, sus ropas harapos. Hacía mucho tiempo que quería haberse comprado unas botas nuevas para presentarse como es debido ante el tribunal supremo; pero siempre se bebía el dinero destinado a aquel objeto. Y ahora estaba ante gran Toyon como un despreciable yakut, con las botas rotas. Le daba tanta vergüenza, que no sabía dónde poner los ojos.

—Sí—dijo el Toyon—; tu cara es obscura; tus ojos sombríos, tus ropas harapos, tu corazón pedernal. Yo amo a los hombres virtuosos y me aparto de los hombres como tú.

Makar tenía el corazón oprimido de dolor. Le daba vergüenza de toda su vida. Por un momento bajó la cabeza; pero en seguida la alzó de nuevo, y siguió hablando.

¿De qué hombres virtuosos hablaba el gran Toyon? Si se trataba de aquellos que vivían en la tierra en la misma época que Makar, él los conocía muy bien. Sí; sus ojos eran claros porque no habían llorado nunca, mientras él, Makar, no había cesado de llorar; sus rostros estaban limpios porque los lavaban y perfumaban; sus ropas eran hermosas porque otros las trabajaban para ellos.

Pero él, Makar, había nacido también con unos ojos claros, donde se reflejaba el cielo y la tie-