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rra, con el corazón siempre dispuesto a inclinarse ante todo lo que es bello y sublime. Si ahora le daba vergüenza de sí mismo, no era suya la culpa. ¿De quién, pues? No lo sabía. Lo único que sabía es que estaba harto de sufrir...

VII

Si Makar hubiera visto el efecto que en el gran Toyon habían producido sus palabras, su corazón se hubiera calmado. Pero no lo veía; no veía tampoco que cada una de sus palabras ardientes caía pesada en el platillo de oro; no veía más que su desesperación.

Habiendo pasado revista a su miserable vida, se preguntaba cómo había podido soportar todo aquello. Probablemente, porque guardaba en su corazón la esperanza de días mejores. Pero la vida había acabado ya y la esperanza se había desvanecido. Este pensamiento le llenó de amargura. Una tempestad de cólera rugía en su alma.

Se olvidó hasta del sitio donde estaba; se olvidó de todo, salvo de su cólera...

El viejo Toyon le dijo:

—Pobre hombre! Ya no estás en la tierra. Ven conmigo: aquí encontrarás justicia.

Makar se estremeció de emoción; no estaba acostumbrado a las palabras afectuosas. Su corazón endurecido se ablandó de repente. Se apiadó .