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linero volvía a su casa, la luna caminaba ya sobre los campos, reflejándose en el pequeño y rapidísimo río Kamenka.

Algunos aldeanos estaban ya recogidos; otros estaban sentados aún a la mesa; los había también que andaban fuera de casa, admirando la clara noche de otoño. Los viejos permanecían en los umbrales; los jóvenes, algo apartados, en la sombra negra de las tapias y de los jardines de cerezos, donde no se les podía ver; sólo se oían, aquí y allá, voces tenues, una risa ahogada; a veces, hasta el beso de una pareja juvenil. ¡Dios mío, qué cosas pueden pasar a la sombra de los cerezos, en una noche clara y dulce!

El molinero no veía a nadie; pero todos veían al molinero, porque iba por en medio de la calle, a la claridad de la luna. A veces le decían:

— Buenas noches, señor molinero! ¿Viene usted, probablemente, de casa del "pope"?

Todo el mundo lo sabía, sin preguntarlo; pero al molinero le gustaba mucho contestar a todas aquellas preguntas, no sin orgullo:

¡Ah, sí! ¡El "pope" me ha entretenido lindamente!

Y, lleno de soberbia, seguía su camino.

Otros no querían que el molinero les viera, y se callaban cuando pasaba junto a ellos. Pero el molinero no era de los que pasan sin ver a sus deudores. De nada les servía esconderse y callarse como si tuvieran la boca llena de agua; el molinero los abordaba con estas palabras: