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mán ni Opanas se preocupaban de ello; le sacaron fuera. Lleno de espanto, yo me había arrojado sobre Oxana, que permanecía sentada en un banco en el interior de la casa, blanca como la nieve y llorando.

El huracán se hizo mucho más fuerte. El bosque gritaba con mil voces; el viento soplaba rabioso. De vez en cuando se oía el trueno. Yo y Oxana, apretados el uno contra el otro, seguíamos sentados, inmóviles, por el terror. De pronto oímos ur gemido en el bosque. Era tan doloroso, que aun hoy, pasados tantos años, se me oprime el corazón cuando pienso en ello.

—Oxana, querida, ¿qué es lo que gime tan dolorosamente en el bosque?—pregunté.

Me cogió en sus brazos, y meciéndome como a un niño de pecho, me dijo:

—Duérmete, hijo mío! No es nada... Es el ruido del bosque...

Era verdad; el bosque estaba muy agitado.

A los pocos momentos oí como un tiro.

—Oxana querida, ¿quién es el que dispara?

Me respondió sin dejar de mecerme:

—Cállate, hijo mío; es el trueno de Dios!...

Y la pobre mujer lloraba lágrimas ardientes, me estrechaba contra su corazón y repetía sin cesar:

—¡Es el ruido del bosque, hijo mío! Es el ruido del bosque...

Y así me quedé dormido entre sus brazos.

Al día siguiente, de mañana, abrí los ojos vi Me