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Y luego, dirigiéndose a mí:

— Cómo se llama usted?

—Esteban.

—Y el nombre paterno?

—Petrovich.

—Pues bien, Esteban Petrovich, díganos: ¿ha venido usted aquí de buen grado, guiado por un sentimiento humanitario? ¿No es eso?

—Naturalmente respondí yo. Quería ver como seguía la señorita, y ninguna relación tiene esto con el servicio. Al contrario: si los jefes su pieran que vengo aquí, tendría que sentir. Hay niucha severidad en esto.

—Ya lo ve usted—dijo él a la señorita, cogiéndole la mano.

Pero ella la retiró.

—Nada tiene eso que ver!—respondió—. Ve usted cosas que no existen; pero nosotros, yo y él—me indicó con la mirada—somos gentes sencillas; ya que somos enemigos, no procuramos ocultarlo ni disfrazarlo con buenas palabras. Ellos deben perseguirnos, vigilarnos; nosotros debemos luchar contra ellos por todos los medios posibles ¡Esto es claro! Mírele usted—me indicó de nuevo con la mirada—; está ahí escuchándonos, y si comprendiera lo que hablamos, haría una información por escrito a sus jefes.

Entonces él se volvió hacia mí y me miró a la cara, a través de los lentes, con sus ojos bondadosos.

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