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tuvimos una vez en un parador del camino. Entramos y vimos sobre la mesa un samovar hirviendo y diferentes cosas de comer. Sentada a la mesa había una vieja. La dueña del parador le hacía compañía. La vieja era pequeña, limpísima, alegre y muy charlatana. Hablaba sin cesar de sus asuntos personales.

—Y entonces—contaba—hice la maleta, vendi la casa en que había heredado de mis padres, y ¡en camino para ver a mi hija querida! ¡Me imagino lo contenta que se pondrá! Naturalmente; me va a reñir un poquito, hasta va a enfadarse al verme venir de tan lejos; pero así y todo, se pondrá contenta. Ella me escribía y me mandaba que me quedase donde estaba y no me moviese. "Ni siquiera hay que pensar en ello!"me decía. Pero yo no le hice caso, y heme aquí en camino, para donde está ella...

El oír estas palabras fué para mí como si me hubieran dado un puñetazo en el pecho. Pasé a la cocina y pregunté a la cocinera:

—¿Quién es esa anciana?

—Esa? La madre de la señorita que usted condujo la otra vez que pasó usted por aquí.

Sentí que se me doblaban las piernas. La cocinera, asustada, preguntó:

Pero, ¿qué le pasa a usted?

—Cállese, que no nos oiga: la señorita ha muerto...

La cocinera que, sin embargo, no era de una moral irreprochable y se dejaba, galantear por 1 !