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perando que su propietario las calzara. ¡En vano esperaban! Durante este tiempo, Japun se lleva al pobre judío, por encima de los campos, de los bosques, de las montañas y de los barrancos. Agita sus alas y procura no ser visto por ningún cristiano. Va muy contento si la noche es negra y el cielo está cubierto de nubes. Pero si la noche es clara y serena, como hoy, el diablo trabaja frecuentemente en balde.

—¿Por qué?—preguntó el molinero.

—Verá usted; porque basta que un cristiano cualquiera, aun el más simple y menos inteligente, grite a Japun: "¡déjale, que es mío!", para que el diablo suelte inmediatamente al judío. Usted mismo podría hacer esta experiencia. En cuanto se le grita: "¡déjale, que es mío!", el diablo arroja su presa y se va volando como un gavilán herido, triste y melancólico.

El judío cae al suelo. Si la caída no es de muy alto, o si cae en un pantano, puede salir con vida; si no, está perdido; ni para el diablo ni para sí mismo.

—Lo que son las cosas!—dijo el molinero mirando con temor al cielo, donde brillaba la luna en todo su esplendor. El cielo estaba claro; solamente entre la luna y el bosque, que se veía sobre el horizonte, volaba rápida una pequeña nube. El molinero quedó muy sorprendido; a pesar de que no hacía viento y las hojas de los árboles no se movían, la nubecilla corría muy de prisa, como un pájaro, en dirección de la ciudad.