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—Mire el cielo—dijo a Iarko—. ¿Ve usted?

El otro salió de la taberna, y apoyándose contra la puerta, alzó los ojos.

—Bueno, ¿qué es lo que ve usted? Una nubecilla de las más ordinarias...

—Pero, ¿acaso hay viento?

—Toma! ¡Tiene usted razón, caramba! Vuela con dirección a la ciudad.

Ambos examinaron el cielo, rascándose la cabeza.

A través de las ventanas se seguía oyendo el zumbido de las voces y se veían rostros amarillos y lacios, ojos cerrados, labios que susurraban algo. Los pequeños judíos lloraban con lágrimas ardientes, y de nuevo le pareció al molinero que otro lloraba dentro de ellos.

—Ya es hora de marcharse!—dijo el molinero por fin. Quería devolver a Iankel el dinero que le debo.

—Pues bien; yo puedo recibirlo. Hoy soy yo el que le sustituye—dijo Iarko.

Pero el molinero hizo como que no le oía; la suma era demasiado importante para confiarla a un simple soldado retirado que había estado toda su vida corriendo por el mundo.

—¡Hasta la vista!—dijo.

— Hasta la vista! En cuanto al dinero, yo no tengo inconveniente en recibirlo.

—No se moleste usted; se lo devolveré al mismo lankel.

—Como usted quiera; pero yo podría también