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Y tú no tienes que meterte en lo que no te importa!—respondió el otro—. ¡Vete, o voy a besarte a ti con un buen garrote! Así aprenderás a no importunar a la gente.

¡Está bien, está bien!—dijo, el molinero ale jándose—. Cualquiera diría que está ocupado en algo importante. ¿Es que está permitido besar tan fuerte? Da gana de hacer lo mismo. ¡Qué canallas, los jóvenes del día!...

Se detuvo un instante, reflexionó, rascándose la cabeza, y luego, separándose un poco del camino, escaló el seto, y atravesando un huerto, se dirigió hacia la casita que se veía a lo lejos, en medio de un grupo de álamos, y que pertenecía a una viuda. La casita era pequeñísima, baja y en declive.

La ventana era tan minúscula, que hubiera costado trabajo verla si no hiciera tanta claridad. Pero ahora la casita brillaba al resplandor de la luna, la paja de su techumbre parecía de oro y la ventana semejaba un ojo medio cerrado. No se veía fuego. Probablemente, la viuda y su hija no tenían nada que cenar; no valía la pena de encender lumbre.

El molinero esperó un instante; luego dió dos golpes en la ventana y se apartó un poco. En seguida, los dos brazos de una muchacha se enlazaron a su cuello y sintió entre los bigotes como una quemadura: tan ardiente fué el beso que recibió.

¡Si no os han besado nunca así, no vale la pena de que os lo cuente; no lo comprenderíais jamás!