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Ten paciencia, espera un mes...

El molinero se rascó la cabeza y reflexionó.

Le daba un poco de lástima de la vieja; por otra parte, la joven estaba allí muy cerca.

—Más valdría que me le pagaras todo en seguida—dijo—. De otro modo, tendrás que pagar nuevos intereses.

—Mucho lo siento pero hoy no tengo nada.

—Pues bien, pagarás un poco más después. Yo no soy un judío, pero... cada cual defiende sus bienes. Otro te hubiera hecho pagar veinte copecas de intereses; yo no te aumento más que diez.

Esperaré todavía un mes; pero luego, si no me das el dinero, presentaré una demanda contra ti.

Y sin saludar se alejó, dirigiéndose a su casa sin mirar siquiera atrás, donde quedaba la muchacha, cuya camisa blanca se destacaba en la sombra cual una estrella en el cielo obscuro. No vió cómo lloraban sus bellos ojos negros, cómo se retorcían hacia él sus manos; no oyó los suspiros que alzaban el pecho de su antigua novia.

—No llores!—decía la madre a su hija. ¡No llores, hija de mi alma! Tenemos que resignarnos...

—¡Ay, mamá!—gemía la otra. ¡Si al menos me hubiera usted dejado escupirle a la cara! ¡Hubiera sido un gran consuelo para mí!