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su presa. Como un gavilán sobre un pollo, voló por encima del molino, mirando por las ventanas y golpeándolas con sus alas. Buscaba por dónde penetrar en la casa.

De pronto..., ¡pam! Algo cayó sobre el piso, desde lo alto. Se diría que un gran gato había saltado desde el techo. Era el diablo, que había penetrado en el molino por la chimenea. Inmediatamente se arrojó sobre el molinero, y le clavó las garras en la espalda.

"Ya no hay remedio!—pensó el molinero—.

¡Hay que resignarse!" Un instante después sintió que el diablo se lo llevaba por la chimenea, y luego, cuando abrió los ojos, vió que el techo de su molino había que— dado muy abajo. El molino mismo se hacía cada vez más pequeño, así como la presa, el río, los árboles y el bosque. Cuando lanzó la última mirada sobre el río, vió que se reflejaban en él las estrellas y él mismo entre las garras del diablo; primero parecían los dos un águila, luego un cuervo, luego un gorrión y, finalmente, una mosca.

—¡Ya estoy arriba!—pensó el molinero. Toda tu riqueza, las dos tabernas, los bolsillos llenos, ¡todo se lo lleva el diablo! ¡Si al menos hubiera allá abajo algún cristiano que gritara: "¡Déjale, que es mío!" Pero no había nadie. Un poco más lejos distinguió trabajosamente la figura minúscula del judío Iankel, que subía la colina, dirigiéndose hacia la aldea. También reconoció a Iarko, que, con la