no. No se veía más que un pedazo de luna, por encima del bosque, como si no quisiera irse del todo hasta ver lo que le pasaba al molinero. Al fin se decidió, y se ocultó completamente.
El diablo se estuvo largo rato sobre la presa, riendo a carcajadas y apretándose los ijares.
Aquella risa diabólica hacía temblar el viejo molino, despertaba a las fieras del bosque y a los peces del río. Las liebres y los conejos, espantados, huían por entre los árboles en todas las direcciones; el agua se agitaba, como sacudida por la tempestad; la niebla blanquecina se levantó sobre el río, envolviéndolo todo.
El judío aprovechó aquel momento; volvió silenciosamente a la presa, cogió los vestidos que le echó el diablo y los metió en el fardo. Ya no pensaba en el cobro de los perjuicios. Estaba tan lleno de miedo, que sólo pensó en una cosa: escapar lo más pronto posible. Al minuto corría ya a todo correr, con su fardo a cuestas, en dirección de ciudad.
El molinero quiso también volver a su casa, al molino; se encerraría allí y despertaría a Gavrilo. Pero apenas salió de su escondite, el diablo se puso delante de él. El molinero echó a correr. Tuvo tiempo de llegar al molino, y, sofocado, abrió la puerta. Un minuto después se encerraba en el molino, encendía bujías y, tirándose al suelo, se echaba a llorar y a gritar, lo mismo que los judíos de la Sinagoga.
Pero el diablo no tenía intención de abandonar