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Página:El gallo de Sócrates (Colección de Cuentos).djvu/163

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mezclaba ella con la fe religiosa, con los avisos providenciales y otras cosas muy dignas de respeto.

Y con este motivo, hablando de las aprensiones de cada cual, Emilio le dijo muy serio, devorándola con los ojos, el secreto de aquella fortaleza con que él sabía huir del abismo, al llegar á sus bordes.

«Nó, no es que sea un santo; ni siquiera un hombre completamente honrado, pues éste no peca ni siquiera con la intención; es otra cosa: es que vivo condenado al tormento de sentir muy vivamente las tentaciones, de amar el pecado... y no poder caer en él de una vez; ni gozo las delicias de la virtud, ni las del crimen. Cuando usted se burla de mí dándome á entender que me tiene por frío, ó por inocente, ó por tímido... ó hasta por algo peor... ¡Qué mal me entiende! ¡qué injusta es conmigo! Lo que otros desean, yo lo deseo con más fuerza que nadie; yo sabría gozar del fruto prohibido con más intenso placer que cualquiera... pero... hay una barrera... moral... y al mismo tiempo así... como... si dijéramos mecánica, infranqueable. Tengo la seguridad de que no pasaré por encima de esta dificultad, de este obstáculo, nunca, aunque después de pasada la ocasión, me irrite y desespere.»

Amparo, anhelante, oía; comprendía, es claro, todo lo que Emilio quería decir. ¿Qué obstáculo era aquel? Por qué se hablaba de él con motivo de las aprensiones, de la superstición, de miedo á los castigos providenciales? A ver, á ver; quería ella conocer aquel enemigo para luchar con él cara á cara. Un obstáculo que podía más que su hermosura,