entero la oración fúnebre, si lo hacía á gusto de cierto jurado de gente moza y alegre que le rodeaba, tenía derecho á la propiedad de la sardina metálica, que allí mismo regalaba á la mujer que más le agradase entre las muchas que le rodeaban y habían oído.
Gran sorpresa causó en el vecindario allí reunido que don Celso, el del colegio, pidiera la palabra para pronunciar aquel discurso de guasa, que exigía mucha correa, muy buen humor, gracia y sal, y otra porción de ingredientes. Pero no conocía la multitud á Celso Arteaga. Estuvo sublime, según opinión unánime; los aplausos frenéticos le interrumpían al final de cada periodo. De la abundancia del corazón hablaba la lengua. Bajo la sugestión de su propia embriaguez, Celso dejó libre curso al torrente de sus ansias de alegría, de placer pagano, de paraíso mahometano; pintó con luz y fuego del sol más vivo la hermosura de la existencia según natura, la existencia de Adán y Eva antes de las hojas de higuera: no salía del lenguaje decoroso, pero sí de la moral escrupulosa, convencional, como él la llamaba, con que tenían abrumado á Rescoldo frailes descalzos y calzados. No citó nombres propios ni colectivos; pero todos comprendieron las alusiones al clero y á sus triunfos de invierno.
Por labios de Celso hablaba el más recóndito anhelo de toda aquella masa popular, esclava del aburrimiento levitico. Las niñas casaderas y no pocas casadas y jamonas, disimulaban á duras penas el entusiasmo que les producía aquel predicador del diablo. ¡Y lo más gracioso era pensar que se