niente de caballería, con todas las armas y galones que eran de ordenanza; ella, una casa puesta para un matrimonio de porcelana, con ama de cría y un chiquitín y dos criadas, una de ellas negra. Era una maravilla. El entusiasmo de aquellos niños pobres, que otros años se contentaban con una caja de pinturas de peseta y una pepona de precio semejante, no tuvo límites... ni entrañas. A Marcelo, el hijo segundo, el más cariñoso, más aplicado y más metido por los mimos de su padre, los Reyes... no le habían traído nada, porque nada era un cartucho de dulces que se encontró al lado de los soberbios juguetes. Pues bien, Pepilla y Carlos, no tuvieron lástima, ni siquiera delicadeza, y delante de su hermano, sin padrino rico, ni pobre, porque lo habían sido un su abuelo, ya difunto, hicieron alarde de su riqueza, de su suerte escandalosa, de su alegría insolente. Los niños son así, ya lo dijo Víctor Hugo pintando el tormento de un sapo. ¿Cómo á don Baltasar no se le ocurrió remediar aquella injusticia de la suerte? No supo nada á tiempo. El encargado de dar la sorpresa fué un muchacho, que, con el mayor sigilo, de parte de los ricachos americanos, dejó de noche, con pretexto de una visita, en el terrado, los regalos aquellos con tarjetas en que se leía: «A Pepilla—Gaspar,» y «A Carlitos—Melchor.» El cartucho de dulces de Marcelo era uno de los tres que su madre había comprado, porque aquel año el presupuesto de los Miajas andaba apuradísimo, y la noche anterior, la del 4 al 5, el matrimonio, con profunda tristeza, resignado, había resuelto, des-
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