tenía ocho años! ¡Angel de mi alma! ¡Qué culpa tiene él de que su pobre abuelo se le haya muerto y de que yo... deba aún al panadero todo el pan que hemos comido en Diciembre!»
Miajas no sabía qué decir, ni qué hacer, ni siquiera cómo mirar á su hijo segundo, que se quedaba sin juguete. Marcelo se fué hacia su padre, se le metió entre las rodillas y empezó á acariciarse las mejillas frotando con ellas los raidos pantalones de su señor padre. Su papá era su juguete, de movimiento, de cariño; así parecía pensar el niño consolándose.
Aquellas caricias de resignación monstruosa, resignación á los ocho años, exaltaron más la sensibilidad paterna. Don Baltasar se creyó inspirado de repente, una inspiración mitad amor, mitad rebeldía; y ello fué que exclamó con voz nerviosa, enérgica, de fingida alegría:
—Observo, señores, que aquí falta un rey.
—¿Qué rey, qué rey?—gritaron Pepita y Carlos.
—Sí, falta uno. A tí el rey Melchor te regaló eso; á tí eso el rey Gaspar... Falta Baltasar que es el que trae el regalo de Marcelín, ¡cosa rica! Pero, amigo; como el rey Baltasar viene de más lejos, de más lejos, de allá, de... (Miajas era muy mal orientalista) de... la Cochinchina... pues, viene retrasado... por las nieves, ¡como los trenes á veces! pero vendrá... ¡oh! ¡yo te lo fío que vendrá! ¡No pasa de mañana, Marcelín, cree á tu padre!
Marcelo, con lágrimas de inefable alegría en los ojos, sonriendo entre lágrimas, como Andrómaca,