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El hombre mediocre

dirse. El vanidoso vive comparándose con los que le rodean, envidiando toda excelencia ajena y carcomiendo toda reputación que no puede igualar; el orgulloso no se compara con los que juzga inferiores y pone su mirada en tipos ideales de perfección que están muy alto y encienden su entusiasmo.

El orgullo, subsuelo indispensable de la dignidad, imprime a los hombres cierto bello gesto que las sombras censuran. Para ello el babélico idioma de los vulgares ha enmarañado la significación del vocablo, acabando por ignorarse si designa un vicio o una virtud. Todo es relativo.

Si hay méritos, el orgullo es un derecho; si no los hay, se trata de vanidad. El hombre que afirma un ideal y se perfeciona hacia él, desprecia con eso, la atmósfera inferior que le asfixia; es un sentimiento natural, cimentado por una desigualdad efectiva y constante. Para los mediocres sería más grato que no les enrostrara esa humillante diferencia; pero olvidan que ellos son sus enemigos, constriñendo su tronco robusto como la hiedra a la encina, para ahogarle en el número infinito. El digno está obligado a burlarse de las mil rutinas que el servil adora bajo el nombre de principios; su conflicto es perpetuo. La dignidad es un rompeolas opuesto por el individuo a la marea que le acosa. Es aislamiento de los domésticos y desprecio de sus pastores, casi siempre esclavos del propio robatio.

IV . LA DIGNIDAD

El que aspira a parecer renuncia a ser. En pocos hombres súmanse el ingenio y la virtud en un total de dignidad: forman una aristocracia natural, siempre exigua frente al número infinito de espíritus omisos. Credo supremo de todo idealismo, la dignidad es unívoca, intangible, intransmutable. Es síntesis de todas las virtudes que acercan al hombre y borran la sombra: donde ella falta no existe el sentimiento del honor. Y así como los pueblos sin dignidad son rebaños, los individuos sin ella son esclaves.

Los temperamentos adamantinos firmeza y luz apártanse de toda complicidad, desafían la opinión ajena -