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El hombre mediocre

enfermos. Se puede odiar a las cosas y a los animales; sólo se puede envidiar a los hombres. El odio puede ser justo, motivado; la envidia es siempre injusta, pues la prosperidad no daña a nadie. Estas dos pasiones, como plantas de una misma especie, se nutren y fortifican por causas equivalentes: se odia más a los más perversos y se envidia más a los más meritorios. Por eso Temístocles decía, en su juventud, que aun no había realizado ningún acto brillante, porque todavía nadie le envidiaba. Así como las cantáridas prosperan sobre los trigales más rubios los rosales más florecientes, la envidia alcanza a los hombres más famosos por su carácter y por su virtud. El odio no es desarmado por la buena o la mala fortuna; la envidia sí. Un sol que ilumina perpendicularmente desde el más alto punto del cielo reduce a nada o muy poco la sombra de los objetos que están debajo: así, observa Plutarco, el brillo de la gloria achica la sombra de la envidia y la hace desaparecer.

El odio que injuria y ofendé es temible; la envidia que calla y conspira es repugnante. Algún libro admirable dice que ella es como las caries de los huesos; ese libro es la Biblia, casi de seguro, o debiera serlo. Las palabras más crueles que un insensato arroja a la cara no ofenden la centésima parte de las que el envidioso va sembrando constantemente a la espalda; éste ignora las reacciones del odio y expresa su inquina tartajeando, incapaz de encresparse en ímpetus viriles; diríase que su boca está amargada por una hiel que no consigue arrojar ni tragar. Así como el aceite apaga la cal y aviva el fuego, el bien recibido contiene el odio en los nobles espíritus y exaspera la envidia en los indignos. El envidioso es ingrato, como luminoso el sol, la nube opaca y la nieve fría: lo es naturalmente.

El odio es rectilíneo y no teme la verdad; la envidia es torcida y trabaja la mentira. Envidiando se sufre más que odiando: como esos tormentos enfermizos que tórnanse terroríficos de noche, amplificados por el horror de las tinieblas.

El odio puede hervir en los grandes corazones; puede ser justo y santo; lo es muchas veces, cuando iere borrar la tiranía, la infamia, la indignidad. La envidia es de corazones pequeños. La conciencia del propio mérito suprime to